2/3/08

El nopal en la frente

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Aquella mañana mirándome al espejo del baño lo descubrí: un árbol de tunas estaba brotando en mi frente. Siempre se ha sabido que si te tragas las semillas de la sandía te crece en la panza un árbol de sandías, y aunque cierto es que las sandías no se dan en árboles esa nunca ha sido una razón suficiente para restarle validez a la creencia. De cualquier manera lo de aquella mañana parecía ser algo distinto. Yo no me recordaba comiendo tunas recientemente, menos aún tragándome sus semillas. Y de haberlo hecho, ¿por qué iba a crecer el árbol en mi frente y no en mi panza? Solo un detalle me inquietaba: mi habitual evacuación matutina resultó ser más trabajosa y prolongada que de costumbre, síntoma coincidentemente atribuible al hecho de comer tunas (con semillas obviamente, no existe aún el ingenuo que pretenda quitárselas). Pese a esta extraña coincidencia yo continuaba seguro de no haber comido ni una sola tuna en meses, quizá en años; comprenderán que no soy muy afecto a la fruta. Pero al pasar los días el árbol y el estreñimiento seguían allí. La relación directa entre ambos fenómenos resultaba cada vez más innegable. El árbol parecía crecer con cada pujido, y recíprocamente mientras más grande se hacía éste, mayores eran mis dificultades para salir victorioso del trono. Ustedes me conocen y adivinarán que no me preocupé de inmediato. Evidentemente no fui al médico, no fuera a ser que me recetara inyecciones o pastillas, y ni siquiera pensé en probar laxantes naturales, té, yogures, pasas, fibras o cualquier otra clase de cartón comestible, por muy ecológico que pareciera. Sobraron personas bienintencionadas que quisieron ayudar y yo, sin poner de mi parte, los dejé probar sus remedios. Hubo quien ató un hilo en la base del árbol a fin de estrangularlo; hubo quienes estrenaron sus conocimientos de sobador o pellizcador conmigo; alguien me apretó durante media hora el tendón de la mano entre el índice y el pulgar; alguien más aseguró que todo era mental; no faltaron las agüitas, el ozono, la miel con limón, la emulsión de paté de hígado de bacalao o algo así, la pomada de la campana, el ajo caliente, el cigarro en la oreja, el psicólogo, el tarot, las limpias, los renacuajos-de-la-madre-teresa, los padrenuestros a San Antonio, las oraciones de sanación con imposición de manos incluida y alguna espontánea muestra del don de lenguas. Todo fue en vano y yo me enterqué en mi postura de no ver a un especialista, después de todo no era nada urgente, menos aún grave. Me fui acostumbrando a vivir con mi árbol de tunas —incluso en navidad lo adorné con foquitos— y los retortijones no me parecían algo insoportable. Pero las molestias continuaron creciendo más y más hasta llegar al punto en que no me podía mantener erguido, debido en parte al enorme peso que tenía que soportar en la frente y en parte al dolor intestinal que me obligaba a andar flexionado. Para este tiempo al árbol comenzaron a salirle sus primeras flores y no tardaron en aparecer pequeñas tunas aún verdes. Yo ya tenía decidido comerme la primera que madurara, con todo y semillas, es más, con todo y cáscara. Y con aguates y espinas, así enterita. Una mañana mirándome al espejo del baño la descubrí: una tuna roja había madurado en mi árbol. Una gran emoción se apoderó de mí; quería comerla, tragarla, devorarla. Siguiendo mi masoquista hábito de dejarlo todo para el final pensé en cortarla para la hora de la cena. Pero esa hora nunca llegó. A mediodía alguien me lo dijo, y yo entonces lo comprendí todo:
—No seas baboso, ése no es un árbol de tunas, es un nopal.

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